Raquel Ruiz Incertis / Especial para Un Solo Latir

Fue el 9 de marzo cuando se derrumbó nuestro castillo de naipes.
O quizás el 11 de marzo.
O puede que el 31 de enero, si volvemos la vista aún más atrás.
En cualquier caso, fue un día impar de un mes impar.
A las siete de la tarde del 9 de marzo llegó la esperada comparecencia por parte del Gobierno de España: a partir del día 11 se cerraban todos los centros educativos de la Comunidad de Madrid, desde colegios a universidades, por un período de 15 días con vistas de prorrogarse. Algo que, efectivamente, ocurriría. Ya había sucedido en el País Vasco un día antes, así que la noticia no sorprendió. Tampoco sorprendió que la orden se replicara paulatinamente en el resto del país; al lunes siguiente ya no quedaba ningún solo centro abierto. Las vacaciones se habían adelantado, o eso les parecía a muchos. La mayoría desconocía el alcance de la situación.
Ese miércoles 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que el coronavirus COVID-19 había adquirido la calificación de “pandemia mundial”, y que el epicentro era Europa. El planeta entero se paralizó, se empezó a hablar del posible cierre del espacio aéreo. Se cancelaron las fiestas populares españolas más inminentes: las Fallas, la Semana Santa y la Feria de Abril. Hablé con mi círculo de amigos por videoconferencia; la mayoría ya había regresado a casa también. Las que se fueron de movilidad al otro lado del océano a principio de curso habían decidido permanecer allí. Algunas cambiarían de opinión días después, cuando sus respectivos consulados les advirtieron de que las amenazas de Trump sobre cerrar el país no iban camino de quedarse en papel mojado.
Sin duda, hay un cambio de rutina cuando tienes que abandonar de improviso tu habitación en una residencia de estudiantes y volver a casa para confinarte junto a tu familia. No es un reencuentro precisamente feliz. No hay besos ni abrazos, ni ningún tipo de contacto físico, siempre por el “por si acaso”.
Huyendo de la capital – pues Madrid es algo así como el Wuhan español – muchos creímos haber escapado del foco de contagio, aunque fuimos directos al encierro. Hace semanas que no veo salir el sol más allá de la ventana. La fecha en la que todo esto acabará continúa siendo indefinida. Nuestros padres no recuerdan haber vivido nada parecido a una crisis sanitaria. Mis abuelos sí, durante la posguerra. Porque sí, esta es como una guerra sin armas que solo podemos combatir quedándonos en casa, postrados en el sofá. Han cerrado la mayoría de los negocios, y aunque las autoridades se afanan en asegurarnos que no habrá desabastecimiento, la gente continúa comprando levadura y papel higiénico en cantidades industriales. Las mascarillas y los geles desinfectantes llevan semanas agotados en las farmacias.
Desde que se decretó el estado de alarma el 16 de marzo, se empezó a vivir lo que se conoce como “una experiencia inexperimentada”. Profesores, alumnos y personal de administración tuvieron que familiarizarse con las plataformas tecnológicas que, al día de hoy, permiten que se impartan clases online y se compartan los contenidos y la documentación necesaria para no perder el ritmo académico a estas alturas del semestre. Los universitarios lo viven de manera un tanto diferente a los estudiantes de otros ciclos educativos; se les presupone una capacidad de resiliencia y una responsabilidad en el trabajo diario que no siempre puede cumplirse al pie de la letra, por unos u otros motivos. También se presupone que cuentan con todo el material necesario para poder realizar sus tareas con total normalidad: un escritorio, una buena conexión a Internet, una impresora, un ordenador propio. Algo así como lo que reclamaba Virginia Woolf para el género femenino, pero en términos propios del siglo XXI y generalizado al conjunto de la ciudadanía. Para hacer frente a este problema, universidades como la Carlos III de Madrid (UC3M) han empezado a prestar un servicio de envíos de material tecnológico procedente de sus bibliotecas, dirigido a aquellos estudiantes que tengan problemas de accesibilidad.
La incertidumbre, sazonada con estrés, ansiedad, aislamiento y autoexigencia, es una auténtica bomba de relojería. Nos ahogamos en la angustia de no saber qué contar en nuestro propio diario, porque todo parece salido de una película de ciencia ficción. Todo ha quedado en stand-by y nadie encuentra el botón de play. Los alumnos de 2º de Bachillerato aún no saben con certeza cuándo y si podrán hacer la prueba de Selectividad que les permitirá matricularse en las Universidades españolas el próximo cuatrimestre. Aquellos que solicitaron una beca en el programa Erasmus+ para estudiar durante el siguiente curso en otro país tampoco están seguros de si podrán hacerlo finalmente. A las fechas de los exámenes finales y de las presentaciones de Trabajo Fin de Grado (TFG) y Trabajo Fin de Máster (TFM) las envuelve un completo interrogante. Todo se pospone y nada llega. Todo se pospone y nada llega. Todo se pospone y nada llega.
Pero, ¿quién puede pensar en exámenes, trabajos o becas cuando todos los días muere gente en los hospitales?
Carpe diem, proclamaban los sabios latinos. Un tópico que hoy parece más actual que nunca.
Al menos, parece que ahora tenemos más tiempo para explotar nuestro talento y nuestra creatividad. Leemos más, escribimos más, consumimos más cine y más música. Para una estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual, esta es una señal inequívoca de que la cultura forma parte del ADN del ser humano, y que hasta en los momentos más críticos un poema o una canción pueden sacarnos a flote de un empujón. El COVID-19 puede habernos arrebatado nuestra rutina, pero no nuestras ganas de vivir. Ni nuestras ganas de dibujar castillos en el aire, soñando qué haremos o a qué lugar volveremos cuando todo pase.
Cada tarde, a las ocho en punto, la gente sale a los balcones y hace gala del carácter típicamente español, aplaudiendo, cantando y bailando. Convierten las terrazas en bares, hacen del cielo su escenario. Por unos minutos, la conexión entre personas es más fuerte que la soledad que azota los salones de miles de hogares, donde los abuelos viven separados de sus nietos por un período que se estira como un tirachinas.Los expertos dicen, que previsiblemente, el 8 de junio será el primer día sin muertos por coronavirus en España. Un día par de un mes par. Aseguran que, a partir de entonces, todo irá cuesta abajo, y podremos conducir por la curva en bicicleta.
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